Una vez en casa se trató de ir directo a la cama, no preocuparme
por barrer, trapear o sacudir por estricta orden del doctor. Me preparé con
computadora, controles de la tele, libros y tejido, para irlos canjeando
conforme me fuera aburriendo. Ese día fue genial porque era domingo, había
películas y luego entregaban el Óscar. Estaba tan cansada que ni vi quién ganó
la mejor película. Pero al otro día todo cambió. Ya no hubo enfermeras que
entraran a tomarme mis signos vitales o a darme la medicina, ya era mi
responsabilidad (y ya había puesto mi despertador para que me indicara cuándo
tomarme mis medicinas puntualmente), no había quién me trajera la comida
milagrosamente preparada por una dietista experta en qué podía y qué no comer
(tenía que cocinármela yo acordándome qué me habían dado y tratando de jugar
con los componentes -no hay problema, me gusta cocinar y había comida) los
mensajes seguían llegando a mi teléfono y a mi Facebook. Y de repente me di
cuenta. Traté de ver la tele mientras desayunaba y no pude ver nada -todo era
nefasto, parecía diseñado para idiotas superficiales (no que yo sea muy
profunda, pero...) No tenía conexión porque no había pagado el teléfono así que
no podía ver nada en la compu, además genuinamente no quería. Recordé que tenía
una ventana y que había comprado este departamento por el balcón. Abrí la
ventana (como iba a estar aquí para cerrarla por si era necesario no había
problema) y me dediqué a ver por la ventana. Así, con mi taza de té de frutos
rojos, miré a través de la ventana. Se metieron los ruidos de autos ocasionales
y de pájaros. Pájaros cantando. Uno que otro gritido de ¡Mamá! y ya. Silencio.
Nada de música. Solo silencio. Paz. Luz de sol entrando descaradamente por el
balcón de mi ventana. Había estado tratando de entretenerme para no estar
desocupada mientras desayunaba. Acostumbrada al multitsaking, educada en la
filosofía de "has algo, no estés ahí nada más" sentí que tenía que
hacer algo, que el tiempo de recuperación era de no ir al trabajo, no hacer quehacer,
pero, bueno, algo tenía que hacer, como leer, escribir, tejer, cocinar, comer,
al menos ver la tele, ¿no? Pues no. Era momento de hacer un alto. De inhalar vida, de disfrutar mi casa para la que nunca tengo tiempo, de convivir con mi
gato que siempre está solito y era el más feliz de tenerme ahí de intrusa, me
esperaba con cariño y solo quería dormir a mi lado, era tiempo de disfrutar mi
sillón, en el que no había podido sentarme casi desde que estrené el nuevo
tapiz, era tiempo de tomarme un té saboreándolo, no apurándolo entre un trabajo
y otro. Y era tiempo de estar a solas conmigo, de evaluar mi vida hasta
ahorita. Es como un cumpleaños, no porque cumpla años, sino porque es de esos
eventos que te obligan a detenerte y mirar qué ha pasado, qué has hecho y ahora
qué sigue. Y creo que a veces nos obsesionamos con ocuparnos para de un modo
inconsciente evitar esa confrontación, ese estar a solas con una misma. Porque
todo lo demás exige que desvíes tu atención lejos de ti.
Pero después de la paz y de la respiración y de la meditación y de
la relajación y de los maullidos cariñosos, algo más me hacía falta. Y eran las
endorfinas. No puedo hacer esfuerzos, mucho menos salir a correr mis cinco
kilómetros y me hacían falta esas endorfinas. ¿De dónde? Una es haciendo lo que
me gusta. La verdad estar en paz es rico. Cocinar y comer son un placer.
Despertar sin prisas, tener la opción de volver a dormir o levantarme a comer
está bien. Escuchar y cantar mi música cursi era otro paso importante, algo que
hacía mucho no hacía y entonces le hablé a mi hija que viniera un día. Y llegó.
Y trajo comida que yo no podía comer, lo que no importaba porque yo sabía que
la comería algún otro día, pero estaba aquí. Mi hija es medio bipolar. Por un
lado tiene un carácter de loca rebelde (por eso ya no vive aquí) y por el otro
es la persona más divertida y más parecida a mí que conozco. Casi somos almas
gemelas (si no tuviera ese pésimo gusto por los hombres horrendos y malos). Vino y nos
abrazamos con cariño (abrazos -check). Platicamos de su novio del momento,
comimos y nos echamos como gatos sobre su sillón cada una en perfecto y
armoniosos silencio. Después de un rato recogió los platos y se reunió en la
recámara conmigo. Se quedó dormida. Era lindo ver a mi hija ya grande respirar
con la misma paz que cuando era bebé. Su sueño me permitía seguir estando sola,
pero con ella, pensando en lo que ser su madre había significado. Se tardó en
despertar y con pereza fue a lavar los trastes. Regresó de buenas y lista para
ver lo que fuera en la tele. Los Brit Awards eran hasta dentro de un par de
horas. Pero aunque la tele estaba prendida platicamos, como cuando nos
llevábamos bien, cuando no peleábamos, (más endorfinas) y fue lindo. Luego
vimos los Brit Awards y nos reímos, pero no mucho, cuando se cayó Madonna. Nos
impresionó lo rápido que se levantó y lo poco que le importó. Empezamos a ver
una película española con un muchacho muy guapo de protagonista (¡muchas más
endorfinas!), pero caí muerta de sueño y sin protestar le apagamos y dormimos.
Lo mejor vino el día siguiente. Se puso a husmear y encontró unas fotos de
cuando era niña. Le dije dónde estaban todas. Y cuando las vio no paramos de
reír. A carcajadas. ¡Ver las cosas con nuevos ojos fue tan refrescante! Y lo
mejor es que estaba ahí mi madre, cansada, sin ordenarnos nada y riéndose a
carcajadas con nosotras (¡súper endorfinas!) Nos reímos mucho, vimos fotos,
revivimos momentos (revivimos) olvidados y estuvimos unidas por un buen rato.
Luego se fue mi mamá y luego se fue mi hija. Y volví a quedarme sola. Las
extrañé como tres segundos, luego respiré, inspiré mi tranquila soledad y fui
feliz. La sanación venía en camino.