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Thursday, 21 February 2013

DE PERROS Y VENTANAS

A mi madre le gusta asomarse al mundo desde su ventana. Fue testigo de la transformación de la casa -con todo y aguacates- del vecino de atrás, en lujoso condominio horizontal; detectó un incendio en el Ajusco y luego vio cómo se apagó; ve los enormes crisantemos tricolores del día de la independencia y los coloridos fuegos artificiales que saludan al año nuevo; toma fotografías de amaneceres cuando el insomnio se lo permite y de atardeceres espectaculares solo porque sí. Le gusta asomarse a la ventana y descubrir cosas como estrellas, OVNIs, miradas indiscretas de la luna, el sol tímido detrás de las nubes, y uno que otro vecino que también mira por la ventana.

Lo único que a veces la distrae de sus contemplaciones es el alegre ladrido de su perrito que solo exige tres cosas: agua, comida y paseo. Y las tres le concede mi madre. Todos los días lo saca a pasear, aunque el horario es un misterio, le gustan las sorpresas. El pequeño can café es un sonriente Corgi galés o Welsh Corgi y es terriblemente temperamental y algo bipolar. A los niños los saluda con una sonrisa y se para en sus patas traseras en un pequeño baile, casi todos responden con una sonrisa y una caricia, algunos pequeños cobardes lo miran con terror. A los perros medianos los saluda con un ladrido mezclado con advertencia. A los grandes les gruñe amenazadoramente (porque mi mamá lo sostiene con la correa y los otros dueños hacen lo mismo con los suyos.) Pero el día que un terrible Terranova negro lo agarró del cuello y lo sacudió, Koyi se quedó sudando frío, temblando y chillando. Uno diría que se le quitó lo bravucón, pero no. A veces parece que quisiera tener alas para ir y morder a los perros que le ladran salvajes desde las azoteas.

Y eso fue lo que mi madre vio desde su ventana la última vez. Estaba feliz disfrutando de un rico té de canela vespertino cuando algo llamó su atención, tanto, que dejó la taza caliente encima del mueble de la televisión para acercarse más a la ventana. En la azotea del edifico más lejano que alcanzaba a ver había un hombre caminando por la cornisa. Eso de por sí ya inquieta, lo extravagante era que llevaba un perrito con todo y correa que lo seguía muy de cerca. Era un perrito pequeño y muy negro, como un dóberman. El hombre iba rápido, el perrito también; el hombre se detenía, el perrito también y ambos muy felices caminando por la cornisa. Mi madre tomó un sorbo de su té y siguió absorta el paseo de aquellos dos por la cornisa del edificio de 40 pisos. Parecía que el hombre había subido a arreglar una antena, y a pasear a su perrito aprovechando el viaje. Mi madre no daba crédito, por muy devota que es de su perro, no lo saca a pasear cuando llueve, ¡menos a la azotea! Y eso que en el edificio de ella hay  una pared más alta que aquella cornisa. Se acercó más a la ventana. El hombre se bajó de la cornisa, al parecer ya se iba. No tomó al perrito en sus brazos para ayudarlo a bajar, solo le dio la espalda. ¡Y el perrito lo siguió! Y  mi mamá vio que el perrito se hacía chiquito, hasta desaparecer, y entonces se dio cuenta, aquél perrito fiel, ¡era la sombra del hombre! ¿Mencioné que mi madre necesita anteojos?

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Palabras que fluyen, huyen y en algún lado tienen que acabar.